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Los confunden con mis adictos porque unos y otros extienden hedor y mugre desde la Placita Barceló hasta los comercios de Miramar. Pero no; son, clase aparte, mis heraldos de la locura. Habitantes del inframundo, uno pregona obscenidades a carcajadas, otro duerme junto a una prótesis, alguna se desvive por pasear perros en un carrito de supermercado. Entre estos se distingue un viejo negro con bastón, ropas raídas y
descalzo que, silencioso, fuma cigarros. Cada domingo, nada más sentarse en la Placita del Mercado, los asiduos lo colman de comida y café. El justo agasajo al más místico de mis lázaros.
EL LAZARENO
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